Pasaporte para dos
Relato
SABROSÓN N°0
Jorge Tanty
12/1/2023

Parte I
Las columnas de arcos cordobeses tejen un pasillo sombreado en paralelo al patio inundado de sol, por donde los curas resisten las embestidas del calor vaporoso. Mientras tanto, los aprendices van y vienen con los pedidos. Las limonadas, los cubitos de hielo, los jugos de mango se entrecruzan con las bandejas y vasos vacíos, en un ajetreo sordo.
A paso de fox terrier bajo el peso de las sotanas, los novicios cumplen los pedidos de voces aflautadas, varones de segundo abolengo que matan el tiempo intercambiando noticias de sus familiares del otro mundo, aquél que desde el Caribe ven a través de un telescopio empañado. Cuentan historias del hambre, de las traiciones y de la guerra de allá. Entre bocados y sorbos, tiemblan por lo que podría ocurrir aquí, en estas tierras de poca monta, propensas de por naturaleza a la indisciplina y el libertinaje. Pero el hambre, sobre todo el miedo al hambre les hace sudar por todos sus poros. Aun así, Detrás del muro contra el que se recuestan, uno de sus hermanos lleva despierto desde el alba y obra, con su caligrafía impecable, en pro de la salvación de su mundo.
A diferencia de sus predecesores, Milo no vio en el trópico un castigo despiadado, sino una sorpresa agradable para su exilio. Las noches en la Habana se le hacían muy similares a las de Trípoli o Alger donde había servido de oficial de enlace unos días. El calor del país y de su gente ruidosa le recordaban algunos de los momentos más alegres de su vida. Aunque sólo disponía de algunas horas para encontrar a su contacto y próximo destino, querría aprovechar de aquel margen para disfrutar del mar junto al malecón. Tenía la certeza, de que, en su calidad de ingeniero, le esperaba un destino por allá donde el viento sopla aire de los polos y el verdor es infinito hasta el vértigo. “Del océano amarillo del Sahara, al plomizo del Atlántico y pronto iré al verde del gran Sur” pensó. La soledad en un mar infinito parecía ser la constante de su vida, sin embargo, en bisagra inesperada de todo, estaba la Habana con su fiesta innombrable.
Pagó el almuerzo de la fonda y agarró su maletín. Bajo el sol furioso del mediodía desembarcó por una avenida Galeano atestada de libaneses, jamaiquinos y polacos, pregoneros inconfundibles, entre los cuales su silueta espigada sobresalía. Anduvo solitario por la acera soleada hasta llegar al mar y continuó hacia la parte vieja de la ciudad, por entre columnas y tianguis, se emocionaba al reconocer las formas anaranjadas y ovaladas, verdes y triangulares o morenas y redondas de los frutos locales, tan familiares y diferentes en un mismo espacio cargado de olores y ruidos interminables. De repente un claxon como chillido de buey y con un salto instintivo en el segundo exacto evitó la tragedia. Desorientado, le tomó varios minutos retomar el aire antes de poder caminar de nuevo y notar un hombrecito en la calle de enfrente, la vista clavada en él. Se palmeó para comprobar su billetera y el sobre con su carta de la Comisión Pontificia. Asegurado, retomó la caminata con brío apenas disimulado entre la muchedumbre apelotonada bajo las sombras de las columnas. Mientras, una figura recurrente le seguía haciendo sombra por entre las ruidosas callejuelas medievales. Había oído rumores antes de salir, de prisioneros envenenados con panecillos, de jueces baleados en los bosques y antiguos oficiales desaparecidos en las profundidades de los lagos. En los artículos, pocos ponían en duda de que hubiera un orden preconcebido actuando entre bastidores. En lo que le concernía, la última noticia en llegar a sus orejas antes de dejar Roma fue sobre un químico apuñalado en su cama allá por Río.
A través del espejo de un barbero en el reflejo diagonal de dos calles lo pudo cernir. Calvo y enjuto, con mirada de leopardo, no parecía querer disimularse ni darle tregua.
Los dedos tintados y el cráneo sudoroso hacían del padre Serrano una aceituna, pálida, en un baño de transpiración temblorosa. Desde temprano, el sevillano escribía largas cartas de párrafos bien detallados, delimitados por listas de nombres, direcciones y apostillas, entre bellas líneas claras. Obraba de manera tan impecable que sus hermanos de la península solían elogiar sus escrupulosos reportes, como los ojos más claros de la cristiandad en aquellas tierras de herejes y ateos. Mientras escribía, en el pasillo sombreado del patio el murmullo de sus correligionarios fluía por entre las rendijas de su ventana. Aportaban cada tanto alguna precisión, un rasgo físico o un apellido olvidado. Entre reportes y recomendaciones llevaba en vela más de ocho horas sin levantarse.
El sonido del toque de la puerta creó un paréntesis en su labor. El telegrama en la mano temblorosa del secretario tenía color de urgencia. Le indicaba la hora y el lugar del encuentro junto con una advertencia escrita con mano rápida, sobre el posible desvelamiento de las operaciones. Despachó al mensajero. Abrió su gaveta central y sacó algunos sobres del montón apretujado. Con la misma febrilidad docta de antes, se dedicó a rellenar los datos de un pasaporte de la Cruz Roja. De la gaveta inferior sacó los sellos y los cuños que creaban una travesía desde Francia hasta la Habana y culminó la faena añadiendo un fajo de billetes.
Sonó el interfono al final del pasillo y le trajeron las acreditaciones de arquitecto papal con encargos para Buenos Aires. Dispuso algo de orden en el sobre y lo selló. Volvió a sonar el interfono y un muchachito apenas ordenado se dispuso para soportar su obesidad húmeda. Por la entrada cubierta del servicio llegó ante ellos un auto de cristales tintados y de allí tomaron rumbo hacia el puerto.
Las vueltas en moebius tenían dos fines: cansar a su sombra y encontrar el momento justo para un pasillo por donde zafarse. A pesar de la tensión, calculaba que aún le quedaba una hora antes de que zarpara el barco. Entre ellos, los tenderos y su algarabía hacían un coro de fondo rutinario, manteniendo ante todos, una apariencia de normalidad, pero adentro todo era sudor y miedo. Por la esquina la silueta calva le seguía a paso moderado, seguro de mantener su ritmo en un espacio restringido.
A pesar de ser su objetivo más ágil, él tenía la certeza de que eventualmente se cansaría y daría un paso en falso. Un desliz, una indecisión y se acabó. Sus vueltas eran una excusa y lo sabía. Entendía que estaba buscando un ángulo, un recoveco para perderlo. Era mejor que pensara así, que creyese que tenía una posible ventaja. Fingir y pasar por debajo de la mirada era lo que le había salvado cuando lo dieron por muerto en medio del invierno y de las ruinas carbonizadas.
El desierto es seco, quema y ciega por su resplandor a la vez que los espejismos hacen que se pierda el horizonte con el sol y, cuando menos lo sospechas, estás volando sin notar que sigues corriendo. Pero en el trópico todo es húmedo, muy húmedo. Nada perdura y todo pesa una infinidad sofocante. En la ciudad el sol hace avanzar el día con lentitud de molino de piedra, mientras en su mente, cada segundo es un año de vida, de colores, de tropiezos esquivados, de gente y de voces altas que cruzan su camino, mientras las lágrimas de sudor enturbian sus gafas. Lo lejano se hace próximo en una cacofonía de miles de tonalidades y rostros. De la nada, en mitad de la manzana un niño abre corriendo la puerta de un solar. Logra colocar a tiempo la punta del pie y entra. Sigue por un pasillo velado en búsqueda de la salida trasera, a la vez que aprovecha y mira en su reloj los minutos que dispone para llegar.
Después de verificar a ambos lados del pasillo de servicio, guardó la mano en el pantalón. Se agachó con cuidado y recogió el sobre de la solapa antes de que se manchara de sangre. La bala se había alojado cerca del corazón, con lo que apenas respiró una sola vez. Comprobó los documentos y agarró el maletín.
Exasperado por el reverberar de los adoquines y del salitre en el aire, el andaluz revisó el reloj de bolsillo en la mano extendida de su asistente para cerciorarse de que llevaba diez minutos a la espera. En los andenes pululaban braseros negros al sol, pero por ninguna parte llegaba su cita. Volvió a mirar y giró hacia el auto. Su secretario comprendió que no había más que hacer y recogió el parasol para abrirle la puerta. Al poner un pie adentro sintió posarse una mano firme en su hombro. Detrás, un hombrecito calvo con ojos de acero. Sin bajar la mirada le extendía el sobre esperado. Comprobó la letra, el cuño y la firma del obispo. Sonrió y dándole la mano le extendió sus nuevos documentos.
¿Tuvo muchos problemas para llegar?
No realmente, solo con las direcciones.
Lo entiendo, aquí nada puede ser claro. Para todo le dan a uno tres explicaciones y ninguna es la que es…
¿Hacia a dónde ahora?
Usted es exactamente lo que desde hace meses nos solicitan en Buenos Aires. Allá va a encontrar a varios especialistas que lo esperan. ¡Algunos incluso sirvieron con usted! Luego irán a... No se preocupe buen hombre, el hotel está especificado en el sobre. Una vez llegue no deberán tardar más de una semana en contactarlo, le deseo mucha suerte.
Gracias, haré lo que pueda.
Jorge Tanty