De cómo una aerolínea le quitó sus recuerdos
Relato
SABROSÓN N°0
Fernanda Arias
12/1/2023

El vínculo que tenía hacia cualquier tipo de objeto creador de recuerdos era un rasgo distintivo de su personalidad. Hasta el más mínimo detalle era apuntado en sus libretas, año tras año. Esta era la única manera que tenía de poder recordar. Sin sus libretas, le era imposible. Los objetos no eran adornos o simples artículos utilitarios. Podía mirar una cuchara y llenarla de historias, atribuirle un sentido, un significado de importancia vital. A veces, el simple hecho de mirar un cojín de la casa de su madre, podía hacerla llorar. Las cortinas cerradas- pero solo los domingos-, siempre la hacían reír. Los domingos fueron sus días favoritos durante ocho años. Pero esa es una historia que ya no recuerda. Esas cortinas no están, esos domingos tampoco.
Por eso, la decisión de partir del país fue tan difícil. ¿Cómo seleccionar los recuerdos que quería llevarse consigo en una maleta? Sin los “objetos de la memoria” cerca, no estaba segura de poder recordar. ¿Valía la pena irse al otro lado del mundo a, muy probablemente, olvidar?
Estaba todo calculado, siempre había sido así. En los viajes, llevaba consigo pequeños objetos que le permitiesen recordar. Mudarse a otro país, eso ya era otra cosa. No había escuchado de nadie que compartiera su “síndrome”, pero tampoco había podido mencionarlo nunca. Ella podía recordar siempre. Siempre que tuviera a la mano algún “objeto de la memoria”. A veces, esto podía ser bastante perjudicial. Su síndrome no era selectivo, aparecía de pronto un recuerdo que hubiera querido olvidar, de parte de un objeto de la memoria que tocó por casualidad.
Pasaron meses de preparación, dentro de los cuales pudo deshacerse de muchos recuerdos que podían parecer irrelevantes. También reaparecieron nuevos recuerdos. Al dejar el lugar que creó para sí misma, volvieron los recuerdos de la casa paterna, de la casa materna, la casa de su niñez. Los últimos días se permitió recordar. Se entregó por completo a la evocación no selectiva. Se permitió recordar observando con detenimiento cada uno de los objetos, de los lugares que la habían hecho vivir.
En medio de todo esto, empezó a sentir una libertad que hacía tiempo que no sentía. Podía elegir qué llevarse y qué no, podía meter a la maleta los borradores de tantos cuentos sin terminar, podía empezar desde cero, podía realmente dejar su mente en blanco, salvo por lo que ella de-ci-di-era llevar consigo. Saberse en un lugar nuevo, casi extraño, pero poder aferrarse a lo que realmente quisiera. Volver a empezar.
En ese momento empezó lo difícil. No le gustaba hacer maletas. Buscar la manera de hacer encajar artículos de diferentes formas, texturas y tamaños dentro de un rectángulo que permitía su traslado. Sin mencionar el hecho de lo que pasaba a través de sus manos cada vez que tocaba algún objeto de la memoria. Era una sensación rara, como cuando tocas a alguien y sientes una pequeña descarga de electricidad. Así, pero luego llegaban las imágenes a su cabeza. Esta era la parte del proceso que le impedía empezarlo. El elefante de diez centímetros de cerámica con la trompa pegada con goma instantánea; electricidad, el amor juvenil, torpe, torpe e intenso, la ebriedad, ese muchacho. La pelota que daba botes sin parar, una botella rota y las risas. El cuaderno infame. Ese no lo llevaría a ninguna parte. Nunca.
La banalidad aparente de las cosas le resultaba divertida. Para ella, esta era casi inexistente.
Empezó el desfile de personas al rescate. A veces las divertía con historias sobre algunos objetos que les parecían absurdos. A veces solo los miraba, los tocaba, esperaba esa descarga, que no tardaba, y decidía. Esto no. El día de la partida se generaron nuevos recuerdos. El candado comprado a última hora por su padre, el arete con forma de botella de vino que venía con un par, pero que dejaría a nueve mil kilómetros. Guardar las cajas bajo su cama. Una cama que ya no sería suya.
Se hicieron dos maletas; una debía, imperativamente, viajar con ella. Tenía objetos de la memoria y ropa interior. Le compró una maleta a un amigo para transportar esas cosas. Por un momento pensó, que, al tocarla, tal vez sentiría la electricidad. No fue así. Ya era suficiente con sus propios recuerdos, mejor. Aunque, claro, curiosidad sintió. Una maleta tiene muchos recuerdos dentro. Tantos, que podrían, alguna vez, escaparse.
En el aeropuerto, tuvo sobrepeso. Había pedido a su familia que, por favor, no la acompañase. Solía ponerse de mal humor cuando se le juntaban recuerdos por almacenar, y no quería que los últimos fueran negativos. La amiga que la llevó la miraba mientras se sentaba en el piso a ver cómo podía aligerar la carga. Ahora tendría que enviar ambas maletas a la bodega del avión. Metió la mano, y, sin ver, sabía qué era cada cosa que tocaba. Por la descarga eléctrica. Sacó ropa, un par de libros y una bota. Una sola bota. No sabía que ese objeto, bastante reciente en su vida, le generaría tantos recuerdos después. Lo logró, y se despidió de su vida por unas horas.
El primer viaje duró seis horas. Nunca había ido a Estados Unidos. Ni de niña, ni de paso. Con los padres que tenía, a quienes jamás se les hubiera ocurrido pasar por el imperio del capitalismo. El paso por ese país fue como lo imaginaba, y peor. Horas en una cola larguísima para ser interrogada por un policía fronterizo que quiere hacerse pasar por un detective de televisión. Tanto tiempo que, las tres o cuatro horas que tenía para hacer el trasbordo, casi no fueron suficientes. Por suerte, ese no era el destino final.
Le desesperaba no estar en el pasillo. Sin poder levantarse, estirar las piernas, ir al baño a su antojo. Por suerte solo había dos asientos y alrededor de siete horas más para llegar. Cuánto quería que este proceso terminara. Y cuánto miedo tenía de mudarse a otro país. Fue en ese momento en el que pensó en la palabra “migrar”. Pensó en los animales, que “se dirigen de un lugar a otro según las condiciones climáticas más propicias para su especie”. Se sintió un ave, buscando condiciones más propicias para el desarrollo de su especie. Para su desarrollo individual, como especie única. Para quitarse tantos recuerdos de la cabeza, y crear nuevos. El comienzo de otra vida. Lejos del nido. El desapego. No le había tocado mucha fortaleza emocional, a su especie, pero alejarse del nido, no dejarlo, era su manera de desarrollarse. Empezó a hacer una ficha, como se hace con las nuevas especies, pero dejó todo a la mitad, tenía sueño. Por fin. Quería llegar. Una pastilla y a dormir. -
Esperó y esperó. Fue ahí cuando empezó a sentir que el proceso de migración iba a ser largo. Largo, monótono, y duro. Monótono, como ver las maletas salir de ese hueco que da al mundo oculto de las maletas viajeras cargadas por personas mal pagadas. Largo, porque estuvo alrededor de una hora esperando - ese momento-. Hasta que nada nuevo salió. Duro, porque tuvo que acercarse a un mostrador. Trastabillaba en el camino por voltear la cabeza en dirección al hueco desde el cual podrían asomarse sus maletas. Cuando tuvo que dar la vuelta en una esquina, se resignó y dejó de mirar.
Todo en su cabeza dio un giro, cuando, delante del mostrador, vio a más de diez personas que se quejaban por el extravío de sus maletas. Nunca le había pasado al cruzar el océano. Pero mudarse era otra cosa.
Es algo normal, en ese país hacen búsquedas más profundas en los equipajes. Los abren por completo. Más, si no has pasado nunca. ¿Y mis cosas?, ¿revisan todo?, ¿se pierde algo? La vida que decidí recordar está ahí. Perdón, tengo cosas muy importantes en la maleta, las maletas. Díganos el modelo y color. Seguro llegan en el siguiente vuelo.
Después de casi 20 horas sin dormir bien, no le parecía tan alocado quedarse a esperar. Por suerte se fue. La familia elegida, esperándola. Cuántos recuerdos en un abrazo. En dos. Vámonos.
Llegar a la casa que no había visto hace años, a la que siempre iba en invierno, bajo la montaña. Sentir el verano. Desayunar en el jardín. Su habitación. Tocarlo todo. La ansiedad por los recuerdos cada vez crecía más. Bajar al sótano, a la alacena. Siempre una niña, al bajar esas escaleras, en esa cosa donde que atesoraba una de las más grandes selecciones de recuerdos.
Nunca tuvo pensamiento ni planeamiento a futuro. Siempre en el presente, salvo cuando, innumerables veces, rebuscaba en el pasado.
Al día siguiente llegaban las maletas. Usando ropa que no era suya, después de pasar la mañana pintando de colores una reja en el jardín, corrió a recibir al mensajero. Solo una. La de ropa. Sin objetos de la memoria. Pensó que no se quedaría sin recuerdos, que había esperanza. Podía tocar cualquier prenda y recordar. Podría tocar el candado nuevo, totalmente palanqueado. Y recordar.
Pasaron los días. Tantas llamadas a la compañía. El único recuerdo que podía retener con precisión era el de los números que tenía que marcar para seguir quejándose, y la música de llamada en espera. Sus únicos recuerdos vívidos se remontaban a los cuatro días anteriores. Solo a los episodios que tenían relación con la maleta perdida. Le carcomía la mente. Dejar ir. Dejar ir tantos recuerdos. Habló tanto de este tema durante tanto tiempo que tuvo que contar las veces que decía “maleta”. Fueron pasando los días, las semanas, los meses.
Poco a poco, fue olvidando, una por una, a cada persona que le importaba. Sin fotos, sin cuadernos que hablasen por ellas, estas personas iban difuminándose en el olvido.
¿Y sus recuerdos? Este es el primero.
Fernanda Arias