Cantantes asesinados
Relato
SABROSÓN N°1
Marcial Delouis
11/28/2024

Delante de nosotros, dentro de la barriada residencial La Floresta, no había nada ni nadie, excepto un par de carros estacionados frente a los portones metálicos de las casas decoradas con motivos navideños que reemplazaban las banderas tricolores. El mes patrio terminaba apenas, dando paso al mes de Dios. Aquí viví por años, porque mi madre me abandonó con mis abuelos y tíos. A la izquierda, en la distancia, vi la estación de metro de San Miguelito. El sonido del metro llegando a la estación, amplificado debido a los cerros circundantes y las viviendas construidas sobre éstos alcanzó mis oídos, mezclándose con la música que provenía de alguna casa de la 9 de enero, el inmenso gueto que rodeaba La Floresta. En Panamá, casi nadie escuchaba reggaetón de afuera. Nosotros teníamos a nuestros propios cantantes de dancehall y de reggae, como Danger Man (“denyamán”) o El Kid. Solo menciono a estos dos, ya que son mis favoritos y los de muchos. Ambos fueron asesinados a balazos. De hecho, la plena que sonaba en ese momento era la del Kid:
Tocan la puerta,
Son los niños de las otras veredas
Dicen que te quieren ver cojo
Que donde te vean, te meten el plomo.
A lo lejos, más allá de los cerros, se alzaban los edificios altos y caros. El cielo oscurecía con nubes grises que provenían del Pacífico. Me detuve y cerré los ojos, concentrándome en la brisa fresca que soplaba sobre mi cara sudada. Pasamos cerca del parque donde solía jugar todos los días con otros niños de la barriada. A veces, todavía los veía por la calle, pero nunca me saludaban. Quizás era porque siempre fui mentiroso y malhablado. Luego cerré los ojos con más fuerza. Un mal presentimiento me invadió. Sabía que estábamos cerca de la antigua casa de mis abuelos. Esto me provocó un reflujo, y me tapé la boca con la mano. Otra mano, que no era mía, agarró mi hombro y me sacudió. Abrí los ojos y vi a Tato, quien había estado caminando conmigo todo este tiempo. Enfócate, me dijo. Por un momento, sentí que no lo reconocía. Era como si estuviera descubriendo ese rostro pálido y de expresión viperina por primera vez. Luego volví a la realidad; no habíamos venido aquí por gusto. Tato nunca hacía nada por gusto. Aumentamos el ritmo de la marcha y divisamos una patrulla de tongos que se acercaba a nosotros. La sirena del auto se activó. Sentí como si mi corazón se hubiera atascado en mi garganta. Nos adentramos en una calle a la izquierda y nos detuvimos. Afortunadamente, el carro continuó por otra calle. Dios nunca deja de obrar por nosotros, ni hace las cosas por gusto, dijo Tato. ¿Estás seguro? pensé, sin atreverme a decir nada. Tato sacó un pedazo de carrizo transparente, cortado y sellado, de su bolsillo, que contenía polvo blanco. ¿Aquí mismo me lo vas a dar? le pregunté, mirando nerviosamente alrededor. Deja la preguntadera y dame la plata. Saqué los dos billetes de un dólar que me quedaban en el bolsillo, junto con todas mis monedas, y se los entregué a Tato a cambio del pichi, como llamamos a la cocaína en Panamá. Él contó el dinero y me examinó con sus ojos de réptil. Tu deuda sigue creciendo, Toni. ¿Por qué crees que te traje aquí? No lo hice pa’ que recordaras momentos prittis con tus abuelitos y amiguitos. Caminamos más rápido y vimos una cuesta por delante. Reconocí la casa de Andrés, quien siempre estaba en su bicicleta todo terreno que sus papás le habían regalado una Navidad. También ubiqué la casa de Camila, la chica que nos gustaba a mí y a otros niños; estaba la casa de Pedrito, a quien llamábamos Piedrita porque siempre lanzaba piedras a los autos que pasaban por su calle. A un costado de la suya, estaba la casa donde ocurrió el incendio que provocó una vieja con sus velas pa’ los santos. Aún permanecía vacía, con sus ventanas rodeadas por un halo oscuro. Pasamos frente a la casa de Lucía, a quien le gustaba jugar al fútbol y correr con nosotros. Su mamá la regañaba fuertemente por eso. Y estaba la casa de Alejo, mi primer amigo en la barriada. Recuerdo que la primera vez que fui invitado a una fiesta en una casa fue cuando Alejo me invitó a la suya. También recuerdo que su mamá trajo a un payaso para el entretenimiento, y Alejo y yo pasamos la tarde riéndonos de él, no con sus bromas. ¿Y ahora? le pregunté a Tato. ¿Ahora, qué? me contestó con cierto menosprecio. Emitió un chasquido con su lengua y supe lo que estaba pensando. Me tocaba hacer este trabajo porque mi deuda con él era muy grande. Continuamos caminando y llegamos al final de la cuesta. Doblando a la derecha, nos ocultamos tras una pequeña arboleda. Pilla, ordenó. Extendió hacia mí una pistola calibre 9 mm que sacó de la parte trasera de su pantalón. Obedecí en silencio. Me indicó la casa donde debía esperar. La reconocí: era la casa de Pepo, quien también solía jugar con nosotros. Ahora, era cantante y estaba haciendo un nombre en la música urbana. Su nombre artístico era El Geco. Mis dedos temblaron y pensé en los otros cantantes asesinados. Si pudiera viajar en el tiempo, de repente los salvaría para que siguieran haciendo música. Pero, como bien dice Tato, Dios no hace las cosas por gusto.
Marcial Delouis